Singapur. Enviado especial. En abril último, en el pico de la guerra comercial lanzada por Donald Trump, las ventas de China a EE.UU. de insumos clave destinados a todo tipo de tecnología, se desplomaron 21%. Un costo significativo para la potencia norteamericana, pero que celebró la novedad por la pérdida de mercado que implicaba para su rival.
“Las cosas les van a salir mal”, había advertido a Beijing el secretario del Tesoro, Scott Bessent. No tardó demasiado en enterarse de que ese mismo mes las exportaciones chinas de estos insumos habían crecido 21% en el sudeste asiático.
La anécdota es ilustrativa de la dificultad para operar un conflicto de esta naturaleza frente a una potencia de poderío y astucia similar. Trump, o sus asistentes, no consideraron la decisión del régimen que llamó a soportar el sufrimiento para obligar a negociaciones que desarmen el conflicto. Es lo que ocurrió este lunes en Ginebra con el regreso al punto de partida. “Una retirada casi total de EE.UU. que reivindica la dureza de Xi Jinping”, observó el sinólogo Scott Kennedy, del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, sobre el líder chino en The New York Times.
Después de mostrarse los dientes por semanas, las dos mayores potencias acordaron bajar los aranceles contra las importaciones chinas a un mínimo de 30%, frente al 145% y Beijing, los suyos de 125% al 10%. Trump llamó a ese desenlace una victoria. Pero todo recuerda la batalla de 2020 que forzó este presidente en su primer mandato para equilibrar el intercambio, que sin embargo siguió creciendo en contra de EE.UU.
En Asia, donde se encuentra este cronista, la percepción de los diplomáticos consultados es de enorme desconfianza. Temen que el conflicto no se apague y perciben además a una China con un grado mayor de agresividad y autoconfianza. Coincide la sinóloga Jana Oertel, del programa Asia del Consejo Europeo de RREE: “El futuro es incierto, pero China se encuentra en una posición psicológicamente más fuerte que antes”.
Esta evolución es una de las dos mayores novedades geopolíticas de estas horas. La otra, que involucra también a EE.UU. y a China, pasa por el distanciamiento de Trump --se verá si circunstancial--, del gobierno israelí. Ya no hay sonrisas ni avales totales, al extremo que, al revés de lo que hizo en su anterior gestión con su primer viaje internacional, esta vez el magnate voló a la región eludiendo visitar Israel. Sus paradas fueron Arabia Saudita, Qatar y Emiratos Árabes Unidos.
En estas dos circunstancias lo que está en disputa es la autoridad de EE.UU. con una salvedad sugestiva: mientras en el conflicto con China Trump puso reversa, en Oriente Medio, tomó un camino alterno al que esperaba el premier Benjamín Netanyahu. Ese movimiento incluyó la negociación con el gobierno moderado iraní para detener su programa nuclear buscando repetir el convenio tramitado en 2015 por el demócrata Barack Obama.
Cualquier cosa menos negociar
Recordemos que Israel repudió ese acuerdo y, junto a Arabia Saudita, presionó para que Trump lo desarmara en su primer mandato. Como la caída del pacto reforzó la amenaza atómica, Netanyahu se planteaba ahora la alternativa de una eventual acción militar conjunta con EE.UU. contra Irán. Cualquier cosa menos negociar.

Pero el escenario ha mutado profundamente. China logró acercar a sauditas con iraníes. Riad, con esa doble alianza por detrás, presiona por negociaciones que eviten una guerra que fortalezca a Netanyahu y su campaña en Gaza. Trump mantiene un vínculo estrecho con la corona saudita y la escucha. Por eso ha sido la escala mayor de la gira que incluyó una cita condescendiente con el flamante líder sirio a quien protege ese reino. El extra del viaje fue un discurso autocrítico del magnate sobre el comportamiento abusivo de EE.UU. en esas fronteras que muchos, tambén en Israel, interpretaron como un bálsamo para los déspotas de la región.
Trump reprocha a Netanyahu la caída de la tregua negociada con Hamas que permitió la liberación de una treintena de personas secuestradas por la banda terrorista Ese pacto fue el primer logro del magnate en el inicio de su nueva presidencia. El plan incluía una segunda etapa de retiro del ejército israelí del enclave palestino, la liberación del resto de los cautivos y una tercera, para la reconstrucción de ese territorio.
Hubo mucho desorden en las declaraciones de la Casa Blanca, incluyendo la estrafalaria promesa de crear ahí un resort turístico, pero lo cierto es que Israel demolió el acuerdo para evitar cumplir con el compromiso de retirarse. Consecuencia de la presión de las minorías extremistas del gobierno de Netanyahu que demandan mantener la guerra, anexionar los espacios palestinos y obligar a migrar a la población incluso con herramientas como la hambruna actual.
Una construcción que Arabia Saudita no avala y tampoco las otras monarquías árabes pro occidentales, que mantienen, por lo demás, importantes negocios con las empresas del presidente norteamericano. La ética es un territorio lejano para el trumpismo.
Hay un adicional más pedestre en este episodio. Trump tiene una conocida ambición narcisista. Quiere verse ante el mundo como el presidente que resuelve guerras, como intenta sin éxito con el conflicto en Ucrania y que le otorguen el premio Nobel de la Paz como hicieron con Obama. Ese deseo es tan desesperante que en marzo pasado le hizo decir a uno de sus voceros un enorme disparate: “Este galardón será ilegítimo hasta que Trump, el presidente por la paz por excelencia, sea honrado por sus logros”.

El poder diplomático de China es efecto de sus capacidades económicas. El régimen combina una conducción autoritaria con una estructura capitalista en espejo con la de EE.UU. El éxito de esa mixtura ha hecho posible que las autoridades de Beijing se hayan planteado fortalecer su lugar manufacturero para generar una dependencia de sus rivales occidentales. Es una decisión estratégica planteada por el presidente Xi Jinping ya en 2020 para escudar al país del efecto de sanciones y bloquear el proyecto de sectores de EE.UU que buscan desacoplar las dos economías.
Aranceles insostenibles
La apuesta exitosa de Beijing fue que se advierta que los aranceles son insostenibles para ambos jugadores. Bessent afirma ahora, a tono con su predecesora, Janet Yellen, que "llegamos a la conclusión de que compartimos intereses. El consenso de ambas delegaciones es que ninguna de las partes quiere una desvinculación".
China coloca un poco más de 15% de sus exportaciones totales en EEUU. lo que le permite cierta flexibilidad. Pero la guerra comercial sumó dificultades en un momento complicado para la potencia asiática que aun no supera la crisis de la burbuja inmobiliaria y la desconfianza de los consumidores que se sientan sobre sus ingresos.
Del lado de EE.UU. ha sido un extraordinario tiro en los pies: vende a China por 145 mil millones de dólares, mucho menos de los 440 mil millones que le compra en irremplazables insumos y bienes terminados, cuya carencia disparó la amenaza de una oleada de quiebras por sobrecostos, un panorama de anaqueles vacíos y desocupación.
La negociación de esta semana ha sido obra de puro realismo y desnuda la ausencia de sentido estratégico de la guerra comercial. Un desperfecto que alimenta el riesgo de un fortalecimiento desmesurado de la República Popular que mueve su sistema de seguridad por todo el Mar de la China, y avanza con su poder blando ocupando los espacios que EE.UU. abandona sin demasiados cuidados.
Acaba de reunir en Beijing, con la garantía de un paquete millonario de inversiones, a un grupo de presidentes latinoamericanos con Brasil en primera línea, el mayor PBI del hemisferio después de EE.UU. Un gesto con una región necesitada con la que China intercambia un volumen cercano al que sostiene con la potencia norteamericana, casi 500 mil millones de dólares. Pero Trump, claro, es el gran negociador.
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