Detrás del ventanal de una mañana de otoño, la copa todavía verde de los jacarandás deja pasar una luz suave. Estamos en la oficina del backstage del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires -el Malba-. El lugar es frío, impersonal, contrasta con la belleza que cuelga de las otras salas. Como un puente entre dos mundos, se dibuja la voz tranquila y al mismo tiempo apasionada de Guillermo Kuitca. Quizás porque expuso por primera vez a los trece años, porque nunca dejó de pintar como lo hacía en la habitación-taller del departamento donde vivía con su familia, o porque la mirada le brilla como seguro le brillaba entonces, uno no siente que conversa con un artista consagrado cuya obra cotiza en cientos de miles de dólares, sino frente a aquel chico maravilloso y maravillado por el arte.

Guillermo conserva esa pasión original aunque exponga en museos como el MoMA de Nueva York, el Reina Sofía de Madrid o el Kunsthalle Basel de Suiza. Y es esa misma energía la que atraviesa Kuitca 86. De Nadie olvida nada a Siete últimas canciones, su primera muestra en Buenos Aires desde 2003. Puede verse en el Malba hasta el 16 de junio, y reúne aquellos primeros años de obra donde asoman sus camas en habitaciones desoladas, las sillas, los planos, esas figuras humanas al borde de la desaparición. Papel y lápiz, pintura, collage: una retrospectiva que no habla del pasado, sino que nos reencuentra con nuevas preguntas sobre el presente.
-Varios de tus cuadros que antes se interpretaban como tragedias personales, abandonos o desamores, ¿hoy podemos entenderlos como tragedias colectivas? Uno contempla tu obra en este contexto y piensa en una escena post-apocalíptica: no lo que quedó de un individuo, sino los despojos de la humanidad.
-Nunca me interesaron las especulaciones sobre el futuro, no sé cómo pensarlas, pero siempre pienso en dramas individuales dentro de lo colectivo. En estas obras, la desproporción entre el tamaño de los lugares y las escenas dramáticas, por así decirlo, casi que te indican que hay un espacio mayor que el drama individual. No sé si la resignificación de la obra se puede pensar desde ahí hoy, pero sí en el momento en que fueron hechas, luego de la dictadura. Entonces había también un “post” que nos llevaba a un lugar en el que no habíamos estado.
-Con respecto a eso, atravesamos un período muy particular en cuanto a ciertas ideas alrededor de la dictadura, ¿qué análisis hacés entre esta democracia y aquella de la post-dictadura, cuando nacieron estas obras?
-En la muestra hay una obra que para mí es muy importante y nunca había mostrado en la Argentina, que es de 1980 y la hice cuando tenía diecinueve años. Es la que dice “Son 30.000”. Hoy, esa cifra se convirtió en un campo de batalla y no debería ser así. No deberíamos estar peleando por esa cifra. Que elijamos un campo de batalla ahí me parece un error enorme. Por supuesto, hay provocaciones que irritan mucho y a veces no queda más remedio, pero uno debe elegir a qué provocaciones responde. En este momento me importa mucho la lucidez de los demás y no me interesa el estado de crispación y de escándalo por lo que dice o hace el gobierno. Quiero que haya autocrítica, lucidez, posibilidad de pensar el futuro con claridad y no con esta sensación de que hay que salir corriendo a apagar fuegos y a desdecir cosas. Espero voces que nos ayuden a entender qué momento vivimos y no que acepten el campo de batalla al que se nos lleva.
No me interesa el estado de crispación y de escándalo por lo que dice o hace el gobierno. Quiero que haya autocrítica, lucidez, posibilidad de pensar el futuro con claridad .
-Una obra hecha cuarenta y cinco años atrás que sin embargo todavía tiene mucho para decir.
-Ese cuadro se expuso en Brasil y en los EE.UU., pero nunca en Argentina. Para mí, tiene una resignificación. No me voy a adjudicar que “mi” arte puede hacer algo, pero sí creo que “el” arte puede hacer algo. La literatura, las artes plásticas… Si no es el arte, ¿qué nos queda? No hay otra herramienta. Tenemos mucho trabajo por hacer.

-Pero lo político no suele ser el disparador de tu arte.
-Esa fue una obra de juventud, luego no me ocupé de la historia, al menos en ese sentido. El resto de mi obra está hecha de retazos de otras cosas, desde lo más adentro posible, confiando en que uno es un ser vivo más o menos poroso. Si llegué a dar cuenta de algo, bienvenido sea. Y si no, también. No me gusta el arte autorreferencial (sobre todo en el arte plástico, porque en la literatura funciona de otro modo): me agobia y me aburre un poco, eso no quiere decir que no quiera ver algo que solo ese artista me pueda mostrar. Pero tengo que reconocer que me gusta ver al artista aislado.
-En alguna entrevista hablaste sobre la importancia de la soledad para una artista.
-Son grandes dosis de eso. Vivo solo, no tengo que criar hijos ni ocuparme de una situación doméstica que me exija salir de un estado que no es de aislamiento, porque soy un tipo bastante convencional socialmente, pero sí me importa reproducir para el espectador la sensación de privacidad frente a la obra. Aun cuando esté en un museo rodeado de gente, que se logre crear una relación de privacidad entre la obra y quien la mira. Para mí eso reproduce algo parecido al estado en que yo hago la obra. Pero no porque ese estado sea triste, eufórico o melancólico, sino la idea de que en ese espacio mental y visual hay solo dos. En primer lugar, para entender que nadie está viendo lo mismo.
Me importa reproducir para el espectador la sensación de privacidad frente a la obra.
-“La muestra es el pálido reflejo de lo que sucedió en el taller”, dijiste alguna vez. Ese momento de estar con la obra, ¿es lo que te apasionó de la pintura cuando eras chico?
-Puede ser. Mi cuarto era mi taller. Jugar solo y pintar se van empezando a acoplar. Es muy probable que yo me divirtiera bastante haciendo cosas en mi cuarto con crayones o témperas. La entrada al arte nunca la decidí, fue una plataforma por la que me deslicé y, alguna vez, cuando tuve que pensarme como artista, me pareció que ya había pasado ese momento. Creo que tiene que ver con organizar la cabeza de un chico de un modo particular. Yo era tímido, pero no a la hora de pintar.
De niño prodigio a testimonio del presente
Puede que ahora las cosas hayan cambiado, pero cuando Guillermo iba a la escuela, la clase de Dibujo era cuando se hacía lío. A nadie se le ocurría prestarle atención a la profesora. Ni siquiera a él, que se plegaba al desmadre del grado. Todavía guarda carpetas de esas clases: “de una mediocridad pavorosa”, dice y sube la apuesta: “monstruosas”.

Y eso que para entonces ya era un pequeño pintor que había disfrutado de su primera exposición. Se había formado en talleres, alentado por una madre médica, psiquiatra y psicoanalista y un padre licenciado en Relaciones Comerciales que fue contador. Los dos, hijos de ucranianos, venidos desde aldeas cercanas a Kiev en el apogeo de las olas inmigratorias judías de principios de siglo XX.
-La muestra del Malba incluye algunas de tus primeras obras, cuando todavía ibas a la escuela. Imagino que pintar no te acercaba más a tus compañeros, sino más bien al contrario.
-Tenía muchos amigos, pero sí en algún momento, probablemente hasta la adolescencia, pintar y dibujar era algo que entendía que podía ser visto como objeto de bullying. Pintar no rankeaba tan alto como jugar bien al fútbol. Por otro lado, era muy sociable. Iba a talleres de pintura donde estaba lleno de gente, yo era el más joven y compartía las actividades; era un mundo fascinante. A veces digo que era un niño de día y un pintor de noche, y esos dos mundos no estaban muy unidos. Recién en la secundaria, en los últimos años, la música me unió con mis compañeros y pintar era algo que se valoraba y no necesitaba mantener en secreto.
A veces digo que era un niño de día y un pintor de noche, y esos dos mundos no estaban muy unidos.
-¿Cómo te topaste con la pintura?
-En mi casa había una colección de fascículos: La Pinacoteca de los Genios. Yo miraba eso con atención. El otro día encontré un libro de Picasso que me había regalado una tía a mis ocho años. Supongo que vino por dos fuentes: el jardín de infantes, que tiene mucha relación con la plástica por el juego mismo, y por otro mis padres, que fueron atendiendo a eso y me llevaban al Museo de Bellas Artes o a la pinturería Lady a comprar materiales. A mi papá le fascinaban los artículos de librería, y creo que me usaba como excusa para ir él. Pero ellos, aun no estando en el mundo con artistas, estaban alertados de que si yo iba a la academia de arte (me podía haber anotado a los trece años) era una mala idea. Estaba muy instalada esa idea de que si uno quería ser artista no tenía que estudiar arte.
-¿Te hubiera gustado ir a la academia?
-Sí y no. Hay una parte que me perdí: el hecho de que tus compañeros hagan lo mismo que vos. Todo el mundo recuerda a sus compañeros de esa época. Y yo en los talleres tenía compañeros que eran mucho mayores que yo. Pero no sé si algo de esa formación me hubiera servido. Me dediqué a la enseñanza mucho tiempo, trabajé en la formación con muchos artistas, y de alguna manera imagino que esta idea de que te den herramientas está al revés: primero tenés que tener una necesidad, y después buscar las herramientas. Sobre todo en una época en la que el arte es contemporáneo por definición.
-La forma de hacer arte cambió mucho en estos cincuenta años. Hoy existe la Inteligencia Artificial, a la que basta pedirle que dibuje algo para tener una obra.
-Es claramente una herramienta. A mí me gusta, me excita. He tenido muy poco éxito generando imágenes con Inteligencia Artificial. Se supone que es infinita, pero cuando le pido algo, me devuelve siempre lo mismo. No sé si es algo ingenuo, pero la práctica del pincel y la materia es tan básica y tan resistente al paso del tiempo (tenemos registro desde las cuevas de Altamira, veinte mil años atrás) que no veo ninguna amenaza en la Inteligencia Artificial. Pero estoy seguro de que los artistas van a sacar provecho de eso, como fue con la fotografía, que no solo fue una amenaza para la pintura, sino que además resultó en una liberación tremenda.

-Otra tensión propia de nuestro tiempo es la de arte y mercado. Tu obra es muy bien vendida en todo el mundo, ¿eso influye a la hora de crear?
-Tuve la suerte de tener siempre un mercado más o menos fluido para mi obra, con buenas galerías que me representaron y que de algún modo podrían imaginarse desde afuera como presiones, pero yo no lo vivo así. Si cuando quiero empezar una obra mi pregunta fuera la más vil y decidiera hacer algo comercial que me hiciera rico, no tendría la menor idea de qué hacer. Mucho más ahora, con un mercado contemporáneo tan exigente y sofisticado. Moralmente no puedo ponerme en un lugar de superación, pero no sé cómo se hace una obra para el mercado. Algunos artistas en alguna época podían imaginar una obra que rompiera con el mercado, pero es muy probable que hoy sean las obras más caras. El mercado es una bestia que sabe absorber cualquier postura anti mercado.
-Hay otra bestia que persigue de alguna manera al arte contemporáneo y es la corrección política, que termina generando fuertes debates.
-Si alguien tiene algo que decir y es políticamente correcto, hay que decirlo. No se puede decir que no se pueden decir ciertas cosas porque alguien esté cansado de escuchar sobre eso. Si un artista tiene que afirmar su identidad y necesita que su obra hable de eso, sería muy mediocre objetárselo porque es algo que ya pasó o ya se dijo. El tiempo de cada artista es el tiempo de cada artista. Si lo que hace o cómo lo hace es interesante o bueno, es otra cosa. Decir que lo políticamente correcto “ya fue” es una reflexión perezosa. Mientras haya alguien que quiera usar su herramienta para decir, denunciar, marcar, señalar lo que quiera, está en su derecho. La libertad es parte de eso. Y también está perfecto que haya artistas reaccionarios. ¿Por qué no? La belleza puede aparecer en cualquier lado.
La belleza puede aparecer en cualquier lado.
-¿Crear belleza es el motivo por el cual todavía hoy, en pleno siglo XXI y con todos los avances tecnológicos y las distracciones, la humanidad sigue pintando?
-Podría ser uno, claro. Un lápiz y un papel, la expresión mínima de un dibujo, puede producir gran belleza. También hay algo de la costumbre: uno es artista y hace obras. Soy artista, trabajo de esto, y hay una parte de mi trabajo que me lleva a seguir haciendo obra.
-Naciste en Buenos Aires y siempre trabajaste acá, pese a que podrías haberte ido a cualquier parte del mundo, como lo hacen muchos colegas tuyos. ¿Cuál es tu vínculo con la Argentina?
-No elegí vivir en Argentina. Nací en Argentina y esa no fue mi decisión. Pero fui descubriendo que podía desarrollar una carrera internacional desde acá, sin necesidad de vivir en otros países y hacer el recorrido obligado de pasar por Europa o los Estados Unidos, algo que en alguna época era una especie de bautismo obligado. Podría vivir en muchos lados, pero no me expuse a esa dificultad. Es tan difícil vivir en otro lado… Cuando tengo la voluntad y la energía para hacer cosas, me enfoco en mi obra. Instalarme en otro lugar requeriría demasiada atención. No se trata solo de tener la oportunidad de hacerlo. Me acostumbré a vivir acá. Al mismo tiempo, me acostumbré a no exponer acá.

-Sos un artista reconocido en nuestro país y fuera de él, quizás uno de los más convocantes. ¿Te llevás bien con esa idea?
-Me gusta mucho que el museo esté lleno de gente. No distingo entre buenas y malas reacciones. Todo lo que me llega es legítimo. Eso incluye también los palazos, que al ser más conocido también llegan más. Mucho más ahora, con las redes sociales. Pero me llevo bien con eso. No pasa nada. O eso creo.
-Niño prodigio del arte, artista reconocido, récord de ventas en el mercado… ¿Cómo te gustaría que te recordaran?
No lo pensé nunca. Y a medida que me hago más viejo, lo pienso inclusive menos. Esta muestra es casi como un recuerdo. Al mismo tiempo, quiero que sea tomada como una muestra de obra reciente. Me gustaría que me recordaran como un artista del presente, siempre. Ésa es mi aspiración
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