No hace falta ser politólogo, economista laureado o un nostálgico defensor del Sistema Multilateral de Comercio, para advertir que los catastróficos problemas que Donald Trump pensaba resolver en “veinticuatro horas”, con un llamado telefónico, siguen vivitos y coleando.
Tras cuatro meses de su retorno a la Casa Blanca, el mundo es un lugar mucho más confuso, más escoriado y cada vez menos seguro. Hasta ahora sólo van perdiendo eficacia la regla de la ley, los beneficios de las disciplinas multilaterales (la OMC), las ventajas de integración regional y las alianzas políticas que sirvieron para forjar los pasados liderazgos de Occidente.
Hoy estamos todos bastante más propensos a ver recesión con inflación, proteccionismo económico, crisis global y un orden liberal que no da pie con bola.
La ley de Murphy establece que “si puede conservar la calma cuando todos a su alrededor gritan, patalean y pierden la cabeza, es evidente que usted no entiende el problema”.
Aunque el presente inquilino de la Oficina Oval suele fantasear con significativa naturalidad, nunca ocultó su vocación de generar una economía “sectorialmente proteccionista” (versión muy dulcificada por Scott Bessent, su secretario del Tesoro).
Trump está feliz cuando manipula la sustitución de importaciones, istra incentivos orientados a impulsar los flujos de la inversión en capital fijo, habla de reindustrializar el país y reparte enormes subsidios fiscales. Su obsesión es balancear el abultado y eterno déficit de la balanza comercial que forma parte de la realidad estadounidense desde hace cuarenta y nueve años.
Hace tiempo que no alcanzo a ver cuál de estas notables virtudes libertarias son iradas por los de la hoy creciente derecha populista.
Donald todavía juega a subir y bajar los aranceles de importación como si fueran caballos de calesita. A principios de la semana comenzada el 19 de mayo, y tras aplicar entre 50 a 55 ajustes de texto y de niveles arancelarios incluidos en las Órdenes Ejecutivas (decretos) originales del pasado 2 de abril, el presidente se vio forzado a reemplazar los intentos de renegociar caso por caso por una propuesta referencial que se haría llegar, una vez terminada, a los gobiernos interesados.
En el pasado estos temas solían hacerse por derecha dentro del GATT y la OMC, invocando las reglas de los Artículos XIII y XXVIII del Sistema Multilateral de Comercio, sobre renegociación de concesiones.
Según la especialista Débora Helms, el actual estado de situación de la movida arancelaria es el siguiente:
1) Tras el anuncio unilateral de política arancelaria, Estados Unidos sólo concretó dos proyectos de acuerdo provisorios y recíprocos de aranceles de importación. Estos son los textos alcanzados con China y con el Reino Unido, de modo que las decisiones adoptadas para los demás países quedarán en suspenso y no se aplicarán hasta fines de junio. Salvo los casos especiales que se indican seguidamente, las transacciones de importación con los Estados Unidos quedarán sujetas al pago de un arancel horizontal del 10 % hasta el final de la tregua de noventa días adoptada tras el diálogo de Washington con Beijing realizado en Ginebra. Por ahora se exime del pago de aranceles más contundentes a unos 60 países.
2) Sin embargo, las medidas adoptadas bajo la Sección 232 de la Ley de Comercio de 1962, sustentadas en misteriosas razones de Seguridad Nacional, como las que afectan a las importaciones de automóviles, acero, aluminio, sus partes y subproductos, una definición que incluye a los aparatos y utensilios de cocina o a las raquetas de tenis (una inesperada descortesía hacia el Papa León XIV, que practica ese deporte) deberán abonar un arancel del 25 por ciento.
Aunque los expertos entienden que hay productos que hasta el momento no son parte de estas negociaciones y podrían ser afectados por un mayor castigo fiscal como los semiconductores, las computadoras pequeñas (laptops), celulares, ciertos productos farmacéuticos, alimentos para bebés, el cobre, los camiones pesados, minerales críticos y productos empleados en la conquista del espacio.
3) Las exportaciones de China tendrán que pagar un arancel de base del 30, no del 10 por ciento para acceder al mercado de Estados Unidos, mientras que las exportaciones estadounidenses en China sólo se verán gravadas en 10 por ciento (el fundamento de esta decisión se vincula al superávit de casi 300.o00 millones de dólares que registra el país asiático).
Cabe recordar que la filosofía de Washington es muy parecida a la que entronizaron con mayor sobriedad y picardía nuestros amigos de la Unión Europea, donde se la llama “autonomía estratégica”. Ambos enfoques son parte de un curso acelerado de sustitución antieconómica de importaciones.
Además, la idea de Donald fue y es aumentar la recaudación presupuestaria aplicando mayores aranceles de importación, a fin de atenuar el gigantesco déficit fiscal y hacer que “la crisis no la paguen los ricos empresarios estadounidenses”, sino los exportadores que “abusan de su alta competitividad” para ganar mercados.
El presidente del Consejo de Relaciones Exteriores de Estados Unidos, embajador Michael Froman, cree que la decisión adoptada por el gobierno de Trump está mal encarrilada para alcanzar sus metas. La tasa del 10 por ciento es muy baja para juntar un razonable monto de fondos fiscales, demasiado alta para asegurar que no habrá de generar cachetazos inflacionarios y no es suficiente para lanzar una eficaz reindustrialización del país.
The Economist lo dijo mejor: “el déficit es desastroso, pero nadie desea recordarlo”.
Estas cosas me inducen a reflexionar acerca del tema que introdujo Ricardo Arriazu en su última columna, donde menciona la posible reforma de políticas públicas que estaría evaluando el secretario del Tesoro de los Estados Unidos. Pienso que Arriazu entiende como pocos la histórica doctrina de Washington y del Fondo Monetario, concebida con la intención de evitar que los gobiernos apliquen devaluaciones competitivas.
El origen de tal inquietud se remonta al año 1944, cuando se adoptaron los acuerdos de Bretton Woods; en otras palabras, nacieron con la creación de los objetivos y las organizaciones multilaterales que todos conocimos en los últimos ochenta años.
La gente experta es consciente de lo complejo y difícil que resulta demostrar el espíritu o el costado perverso de una devaluación. En Washington esto debería ser pan comido, porque en 1971, durante el gobierno de Richard Nixon, fue Estados Unidos quien hizo saltar la térmica cuando alteró el valor fijo al que se podía negociar oro por dólares, y por lo tanto devaluó la moneda escandalosamente. En ese momento el asunto se pudo arreglar tras una prolongada y penosa negociación que se fue reflejando en los Acuerdos del Museo Smithsonian.
También el GATT y el Acuerdo sobre Servicios (el GATS) de la OMC incluyen parecidas disciplinas y excepciones, entre ellas las aplicables a las situaciones generadas por las crisis de balanza de pagos.
En la el caso de la devaluación Nixon, el GATT rechazó de plano la aplicación de una sobretasa (surcharge) horizontal del 10 por ciento a las importaciones que había dispuesto la istración estadounidense (el mismo número de base, no la tarifa total, que ahora tiene en mente la Casa Blanca), de manera que Trump y su gabinete harían bien en pensar dos veces lo que están haciendo.
En la OMC se suele rendir tributo al gran principio no escrito de la “ambigüedad constructiva”. Quienes trabajamos en Ginebra sabemos que todo acuerdo consentido entre dos personas o gobiernos adultos es siempre posible, así que deberíamos ser muy cautos al rechazar o aceptar estos temas.
El gran disparate que parece avecinarse (no conozco a fondo los detalles del tema) sería otro. Consistiría en montar una disciplina concebida para castigar a las naciones que acumulan eternos y crecientes superávits comerciales, por envilecer la noción de comercio recíprocamente equilibrado y justo (fair trade).
O sea, en cierto modo, la noción de convertir en delito la capacidad competitiva y de ganar mercados legalmente, porque las normas desleales como el dumping, los subsidios y las numerosas formas de proteccionismo regulatorio ya están esencialmente prohibidas o restringidas bajo el sistema GATT-OMC.
A mi modestísimo entender, lo que debería importar es el concepto de paridad efectiva, algo que nuestros productores rurales, las economías regionales y los angelicales empresarios que tratan de exportar industria, conocen a fondo y en carne propia.
Pero si la Casa Blanca alega que los verdugos de la economía estadounidense son los malditos extranjeros que “abusan” de su generosidad comercial, debería explicar por qué Moody’s decidió bajar la calificación crediticia a Estados Unidos (hoy está en Aa1), en vista del gigantesco crecimiento de la deuda pública que figura en los cálculos actuales, cuyo nivel se elevaría del 98 al 134 por ciento del PBI entre 2024 y 2035. La Oficina Presupuestaria del Congreso estadounidense cree que el déficit del corriente año, estimado en 1.900.000.000.000 dólares, pasaría a ubicarse en unos 2.700 más nueve ceros en el 2035.
Semejante tinglado explica por qué Washington propone retener a toda costa el piso “básico” del ilegal y ultra proteccionista mamarracho arancelario que adoptó, sin autorización previa de su Congreso, el pasado 2 de abril. Su cláusula bíblica del 10 por ciento, es unas cuatro veces superior a los niveles arancelarios consolidados en la OMC.
Entiendo que Trump intenta llegar a la aplicación de cuotas tarifarias preferenciales (TRQ´s) como las que negoció en su primera presidencia para las importaciones de acero y aluminio de la Argentina, lo que supone hipotecar medio porque sí el crecimiento de las exportaciones. También supongo que ese mecanismo es el elegido para la cuota de 100.000 unidades asignada en principio al Reino Unido, pero ese texto está sujeto a ampliación y revisión.
Sin embargo, cabe el temor de que los protagonistas centrales de este ejercicio tiendan a aceptar un mal resultado por la suposición de que, en caso contrario, el escenario será peor.
Semanas atrás estaba claro que los principales socios comerciales de Estados Unidos (Canadá, que concentra el 75 por ciento de su intercambio con ese mercado; México el 83 por ciento de sus exportaciones, la Unión Europea, India y China) quieren un fértil diálogo con Washington, sin abandonar la ventana de la OMC, así como la de aplicar la consiguiente represalia simétrica, en caso de estancamiento o fracaso de las negociaciones.
Obviamente, el hecho de que Estados Unidos esté canalizando todas esas negociaciones por fuera de la OMC, es una puñalada muy pero muy peligrosa a la salud económica del planeta. Hay que ser muy tonto o analfabeto para descartar una Crisis como la que ya tuvimos en 1930.
Por otro lado, a la Casa Blanca le interesa gravar con aranceles más altos la importación de ciertos sectores ultra sensibles como el farmacéutico, la industria automotriz, el acero y el aluminio.
Al menos dos respetables especialistas de distinto color político, un columnista del Wall Street Journal (WSJ), y otro del Consejo para las Relaciones Internacionales de los Estados Unidos (su sigla inglesa es CFR), decidieron proponer una alternativa de estrategia comercial con el objetivo de frenar el confuso y circense enfoque tarifario que emplean Donald Trump y sus apóstoles. Ellos sugieren organizar una alianza para reformar la OMC y resolver el problema central de la expansión china. El problema es que en Estados Unidos casi todos olvidan que las negras, sus socios comerciales, también juegan.
Tampoco se dan cuenta de que, en estas horas, la política comercial es un peligroso juego geopolítico.
Jorge Riaboi fue diplomático de carrera y periodista
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