Todavía le transpiran las manos cuando vuelve al recuerdo de ese Peugeot 504 que un día de 1976 surcaba el cemento en velocidad, rumbo a Ezeiza. Lo manejaba camino al aeropuerto para transportar al amigo al que había escondido en su casa. Exponiendo su vida, le estaba salvando la suya al artista al que amenazaban con "chupar" por sus "canciones de protesta". Finalmente, Piero tomó el avión a salvo rumbo a España, y Arturo Puig pagó el precio de esa ayuda en dictadura: dos años sin trabajar, prohibido.
Más "derrumbes" que hicieron de ese señor un señor irrompible: 1994. Si se lo hubieran advertido, habría saltado igual, pero mejor preparado para amortiguar el golpe. La experiencia, ese peine que Ringo Bonavena definía como un regalo cuando ya no tenemos más pelo, fue tan dolorosa como aleccionadora. Venía de un grado descomunal de éxito que era difícil imaginar que el día después serían tres años sin trabajo.
Lo hablaba con su terapeuta, con la almohada, con su pareja Selva Alemán y con el espejo, pero no había respuestas. El teléfono fijo no sonaba terminado ¡Grande, pá! . Los productores temían que cualquier proyecto quedara adherido a la sombra del padre más popular de la televisión argentina. Preso de su propio personaje, Don Arturo se había quedado vacío.
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La comedia familiar que protagonizó Arturo Puig.

"No entendía cómo después de hacer el programa con más rating de la historia me habían congelado. 'Esa imagen de bueno', decían los productores, y me perdía grandes personajes. '¿Cómo salgo de ésta, Dios mío?', pensaba. Había leído historias de actores que terminaban en la ruina después de un gran personaje. Otros, hasta matándose".
El quiebre llegó con la obra Cristales rotos, de Arthur Miller, a fines de los '90. Puig la protagonizó y el cristal con que se lo miraba hasta entonces parecía romperse, para el público y para los críticos.
De subidas y bajadas está hecho Puig a los 75 años. El aislamiento, un nuevo parate en su historia, es para él, en parte, un duelo. Camina por su casa y, desprevenido, cree ver a Luna habitando los rincones. La perra blanquísima que lo acompañó por 15 años y a la que perdió hace dos meses era el motor que lo hacía pensar que un espacio entre muros se vuelve un lugar mejor con una mascota. El desafío de tejer un vínculo incluso desde el silencio. "Toda mi vida estuve rodeado de perros. Desde Frida, la salchicha que me regaló mi papá, pasando por una Boxer, dos Terriers. Ya lo hablamos con Selva. Creo que cuando venga el verano vamos por otro".
Su cuarentena transcurre entre series. Terminó Fauda, terminó Califato, terminó Peaky Blinders, Ozark, Sorjonen y volvió a su viejo libro de Faulkner Las palmeras salvajes. La pandemia detuvo su rol como director de Hello, Dolly! y anda con ganas de leer virtualmente esos cuentos propios que nunca se animó a mostrar.

-¿Desde cuándo escribís cuentos?
-Todo empezó después de que en los '70 hiciera Nino, con Enzo Viena. Yo era un galancito en medio de un elenco maravilloso, fue un èxito en América, y se vendió a un canal estadounidense. Me contrataron para hacer una gira por Nueva York. Una experiencia increíble, que incluía a un productor que daba miedo, con un revólver enganchado a la cintura. Vi cosas que eran como escenas de El Padrino, nos llevaban al Bronx, Brooklyn, Nueva Jersey, Manhattan, y escribí un cuento. Se lo di a Alberto Migré, le encantó, lo pasó a máquina. Después hubo otros. Nunca los publiqué.
-Formás parte de una generación que tuvo otra educación sentimental, hombres a los que se le enseñó a no llorar, al menos no en público. ¿Te cuesta mostrar tu sensibilidad">