Horas esperando un llamado. Dejamos de lado nuestros propios planes. Tardes enteras mirando el móvil para ver si llegan notificaciones. Esperamos. Nos descentramos de nosotras mismas, de nuestro trabajo, de nuestros proyectos. Y vivimos para y por esa otra persona. Vivimos pensando únicamente en ellos, repitiendo mentalmente frases falsas y recordando actitudes que nos mantienen ancladas a relaciones sin futuro. Y seguimos esperando. Nos empecinamos en querer más de lo que nos quieren. Cedemos. Aceptamos. Nos olvidamos qué somos, qué sentimos, qué queremos, qué necesitamos. Nos atamos a un mito. A ese que dice que el amor de verdad no tiene límites, que lo soporta todo y que lo acepta todo. Pero, en la intimidad, cuando nos vemos frente al espejo, itimos lo que tanto nos duele: ese amor tan ansiado (¿idealizado?) no nos hace felices.
¿Hasta dónde debemos amar?
No hasta el cielo. Tampoco más allá de nuestra dignidad, de nuestra integridad, de nuestra felicidad. “Nuestra cultura ha hecho una apología del amor incondicional, el cual parte de una idea altamente peligrosa: ´Hagas lo que hagas te amaré igual´. Es decir, que a pesar de los engaños, los golpes, el desinterés o el desprecio, si los hubiera, en nada cambiaría el sentimiento (…) Amor ilimitado, irrevocable y eterno. ¿A quién se le habrá ocurrido semejante estupidez">