La de Polonia debe ser una de las delegaciones cinematográficas más impresionantes del planeta. En sus filas revistaron directores comprometidos (Wajda), angustiados (Polanski), modernos (Skolimowski), satiristas (Szulkin), torturados (Kieślowski) o erotomanos (Borowczyk). Más temprano que tarde, todos fueron perseguidos por el régimen comunista, censurados y exiliados. Pero el exilio de Andrzej Żuławski no conoció fronteras: lejos de Varsovia, cuando creyó dejar atrás a los comisarios del régimen, el hombre chocó contra nuevas restricciones, como si fuera el mundo entero el que ahora le asignaba el papel de cineasta maldito, condenado a vagar siempre en los márgenes de la industria.
La película que selló su destino fue Possession, una coproducción entre Francia y Alemania Occidental que en 1981 acabó siendo prohibida en Gran Bretaña y se exhibió en Estados Unidos en una versión mutilada. Conocida en Argentina como Una mujer poseída, tampoco tuvo la simpatía incondicional de la crítica. Żuławski estaba solo, aunque la película se volvió fuente de un extraño culto cinéfilo. La distribuidora Mirada acaba de reestrenarla en salas del país.
Possession, promocionada como una película de terror, oficia de entrada a una zona desconocida. Durante décadas los críticos le colgaron rótulos inexactos, todos más o menos automáticos y rutinarios: la llamaron “experimental”, “absurda” o “surrealista”. Pero la tierra incógnita filmada por Żuławski no responde a la burocracia de esas etiquetas.

La escena inicial desarma a cualquier espectador: Mark (Sam Neill) vuelve a su casa en Berlín después de una larga estancia en el extranjero y encuentra desquiciada a Helen (Isabelle Adjani). Bob, el hijo de los dos, capea la crisis en silencio. La enfermedad sin nombre de la esposa provee la excusa para filmar otra cosa distinta al terror, alguna especie de malestar que atraviesa a todos los personajes y los sume en un raro trance.
Mark, la amiga de Helen, su amante, la pareja de detectives: todos parecen atacados por un mismo desasosiego que los empuja a actuar con espasmos y mohínes. No se trata de una forma de autoconciencia, del quiebre de la lógica narrativa o de otros tics del cine moderno: Żuławski diseña un espacio gobernado por leyes únicas cuyo funcionamiento hace estallar el lugar del espectador.
La exhibición de atrocidades
No se sabe bien la razón por la que Helen tiembla, habla para sus adentros o abandona su casa y a su hijo por largos períodos de tiempo. Mark, que trabaja de espía, tampoco tiene idea y solo atina a contratar los servicios de una agencia de detectives. Todo sale mal, previsiblemente, aunque no se trate del fracaso esperado de una película de terror, donde las fuerzas del mal se enseñorean lentamente de los personajes, sino de un fracaso mudo en el que la película se precipita ella misma hacia la tragedia. Mark y Helen mantienen diálogos herméticos cuya única función narrativa es la de comunicar la infidelidad de ella.

Todo lo demás es una cháchara enloquecedora, personajes enredándose a sí mismos en las redes del lenguaje. Las palabras llenan el espacio entre los dos hasta alejarlos del todo, pero al director no le interesan los problemas de comunicación en la pareja u otros temas de moda en los 80. El proyecto de Żuławski consiste en filmar el centro mismo de la desesperación; encontrar el nervio de una sensibilidad contemporánea y presionarlo obsesivamente hasta romperlo.
Lejos todavía las convenciones del gore, sin atisbos todavía del monstruo, la posesión o los actos de violencia desatada, la película ya filmó, en el departamento frío y laberíntico de la familia, el paisaje de un horror sordo, una amenaza agazapada en el corazón de la vida cotidiana. A todo esto ya se venía dedicando el director en las extraordinarias La tercera parte de la noche y El demonio, dos turbulentos dramas de época que siguen a personajes hundidos durante el Reparto de Polonia de 1795 y la Segunda Guerra Mundial.
Possession cumple un poco a desgano con las convenciones de rigor del género. Żuławski se toma en serio la relación pasional de Helen con la criatura que la somete y controla, y el choque con quienes se entrometen en esa unión infernal, pero sus intereses están en otro lugar: en un doble de Helen que aparece de golpe en auxilio de Mark y Bob, o en la crisis que empuja a Mark y Helen a volverse dos extraños que monologan a los gritos frente al otro.

Adjani actúa como si detonara cargas explosivas, cada nueva aparición suya se sitúa varios niveles por encima de la anterior: la escena de la posesión y el aborto en el subte, tal vez la más recordada de la película, no debería oscurecer las otras. La interpretación de Neill, en cambio, no es acumulativa sino oscilante e inestable, como si cada acontecimiento sumiera a Mark en un estado de alienación más profundo (tuvo que haber sido en 1981, el mismo año de La profecía III, cuando Neill adquirió la sonrisa taimada que porta en toda su carrera).
Más allá de los personajes, es la película la que sueña y se mira desencajada a sí misma; la cámara se desplaza con libertad y traza movimientos veloces y desconcertantes. Invirtiendo el programa del terror, Żuławski recuerda que el miedo no reside en la exhibición de atrocidades, sino en la observación alucinada del mundo circundante.
PC
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